Helsinki me recibe nuevamente, poco más de un año después de mi primera visita. Arribamos a uno de los aeropuertos más lindos que conocí en la vecina ciudad de Vantaa, el aeropuerto hub de la gran Finnair. Helsinki está oscura, fría, solitaria. Es un domingo pasadas las 8 de la noche de fines de octubre. El otoño se está yendo y dando lugar al crudo invierno. Helsinki es una ciudad cuya arquitectura parece mimetizarse con el paisaje del frío. Tomo el Finnair City Bus (la opción más viable si viajas solo o de a dos. Para más personas UBER es una buena opción) hacia mi hotel y observo a mi camino todos aquellos lugares que ya recorrí y que me inspiraron a volver. Helsinki no es espectacular; no es grandiosa como Estocolmo o Copenhague, ni tan elegante como Oslo, ni preciosa como Bergen. Es más bien modesta, sobria, gris; pero encantadora y sofisticada como pocas. Una ciudad de 800 mil habitantes que parece aún más pequeña. Una ciudad de saunas en los McDonalds o incluso en teleféricos, y de devoción por los arquitectos, la capital del país del Korvapusti (el rollo de canela cuyo origen se disputan con Suecia y su Kannelbullar), de Santa Claus y de uno de los inviernos más crudos de Europa. Un país de arquitectura vanguardista que refleja su presente y futuro, y de construcciones históricas y sobrias que reflejan su pasado víctima de innumerables invasiones, mayormente rusas.
La mañana siguiente disfruto de mi primer desayuno escandinavo del viaje: panzada de arenques en todas las salsas, salmón; disfruto de la maravillosa variedad de la panadería nórdica, y obviamente cedo ante los acostumbrados gofres o waffles con crema batida y frutos del bosque que parecen sacados de una foto retocada con Photoshop. Y tras esa recarga de sabores y sensaciones, Helsinki me despide temporalmente para visitar la vecina Tallinn, con una nevada que embellece todo. Y me acoge nuevamente bien entrada la noche, cuando, con un pack de 24 Carlsberg a cuestas (compradas a 16 Euros el pack contra 2 euros por lata en Finlandia), y con la ayuda de dos naturalmente amables y corteses policías, tomo una combinación de tranvías para llegar al hotel desde el frío penetrante del puerto. Dos policías que se subieron al mismo tranvía para acompañarnos a la primera parada, que cuando se dieron cuenta de que estábamos yendo en la dirección equivocada, nos acompañaron hasta la mismísima segunda parada. Cosas de Escandinavia…



Al día siguiente nos dimos el gusto de volver a recorrer cada rincón que recordábamos con tanto cariño de la capital más menospreciada de los países Nórdicos. Pasando por la Ratautientori, la estupenda Estación de Trenes diseñada por el magnífico Eliel Saarinen, uno de los grandes e icónicos arquitectos del siglo XX, padre del famoso Eero Saarinen y mentor de éste y nada menos que Charles Eames; o la Akateeminen Kirjakauppa, la librería diseñada por el otro gran ícono de la arquitectura y diseño finlandés: Alvar Aalto. Un país tan peculiar que a sus arquitectos los elevan a estatus de cuasi héroes nacionales.




El día era horrible, una fría llovizna y un cielo tan cargado que provocaba que todo luciera muy obscuro, casi tanto como el interior de la Catedral de Uspenski, la bonita y tenuemente iluminada iglesia Ortodoxa Rusa, que recuerda su pasado cuando en época de los zares, la ahora capital finlandesa era considerada la pequeña San Petersburgo. No tan opulenta ni tan dorada como otras construcciones ortodoxas rusas, sino más bien modesta, sobria; precisamente como Helsinki. Una tenue luz que se extendía al exterior, donde el cielo no brillaba, apenas ayudaba a las luces artificiales prendidas desde muy temprano. Pero no necesito del sol del caribe para deambular por la elegante Esplanadi, ese hermoso y estrecho parque en inmediaciones del puerto, que se encontraba en el camino hacia mi rincón favorito de la capital finesa: el Viejo Mercado del Pescado; un elegante reducto de madera en pleno Puerto de Helsinki que envejece literalmente como los mejores vinos; un mercado donde comer pescados de los más variados, un kebab con carne de reno o incluso de oso; o simplemente como fue mi caso, un café con un maravilloso Korvapusti. Pero lo más importante era nuevamente sentir que había regresado a uno de los hogares virtuales que tengo diseminados por el mundo. Y a eso, no se le puede poner un precio.




Atrás quedaron el moderno y llamativo monumento a Jean Sibelius, el más grande compositor de la historia de Finlandia; la Temppeliaukio, esa peculiar y diferente Iglesia construida dentro de la roca, o la Senaatintori, la Plaza del Senado donde convergen el poder político, religioso, comercial y científico, entre muchas otras cosas para ver que te recomiendo aquí. Volver a una ciudad tiene el beneficio de poder deambular sin sentido, sin la presión de tener que conocer tal o cual rincón, monumento o atracción. Un regreso que no hace otra cosa que reafirmar esa cálida familiaridad que tengo con un lugar tan distante (tanto física como culturalmente) como Finlandia. Una ciudad que serviría como partida hacia uno de mis viajes más deseados pero menos soñados, una travesía que me llevaría a recorrer pueblos que ni siquiera sabía que existían y que terminarían robando el corazón: comenzaba entonces el viaje a lo impensado, a la muchas veces bastardeada y no bien valorada belleza del frío: comenzaba nuestra travesía por la Laponia. Eso sí, con la certeza de que a Mi Helsinki yo he de volver.
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