Hace varios días que pienso en escribir este post, pero todo se posterga en esta era donde la procrastinación no parece inmoral, donde lo incorrecto muchas veces parece no ser tal, y donde lo normalmente correcto no parece suficiente. Ya son varios días de aislamiento, y son demasiadas las cosas que ocurren cuando aparentemente nada sucede, es mucho lo que nos interpela, cuando por un virus invisible a los ojos, nuestra vida entera quedó en pausa.
El aislamiento social trae aparejada la desnudez de las presiones que trae aparejados vivir en sociedad. No, no estoy diciendo que regresamos a la barbarie, pero técnicamente, cuando no podemos socializar con otros, ¿seguimos viviendo en sociedad? ¿O la sociedad cambia sus formas hacia una organización donde el contacto físico pasará a ser una característica innecesaria, tal lo plantea el icónico Sheldon Cooper? No voy a hablar siquiera de como hoy valoramos la ida a la plaza, sentarse a tomar una cerveza en un bar, compartir una tarde con familia o una cena con amigos, o simplemente, ir al gimnasio a padecer para perder esos kilos de más que nos acomplejan, debido a los estándares y escrutinios a los que nuestros cuerpos son sometidos.

La cuarentena es una palabra que no me gusta como suena pero que describe lo que estamos atravesando, nos lleva a un escenario inimaginable y tal vez aterrador: de pronto, nos quedamos en casa, a solas, sin las «contaminaciones» del trabajo y el mundo exterior y sin el escape de las vacaciones, y nos enfrenta a nuestro mayor amigo y enemigo: uno mismo. Nos quedamos desnudos frente al espejo y aflora todo: lo bueno y lo no tan bueno, y la incertidumbre aflora nuestros miedos y nuestra capacidad de lidiar con una situación que nunca fuimos capaces de prever.
Los balances se vuelven inevitables, a veces son positivos, otras veces no tanto; las prioridades cambian constantemente: del romanticismo de quedarme en casa para hacer todo aquello que siempre quise hacer y no tenía tiempo, pasamos a la necesidad de volver a trabajar aún exponiéndonos al virus que ahora nos asusta menos, para poder pagar esa casa donde lo que hoy sobra es tiempo para hacer esas cosas que ya no tengo ganas de hacer.

De pronto, toda nuestra existencia se encuentra suspendida, despojada, en un pesado aire sin gravedad, donde nuestras intenciones, deseos, preocupaciones, miedos, y demás componentes emocionales de nuestra vida flotan, sin dirección, a la espera de lo incierto, de un final de este aislamiento y la vuelta a una nueva normalidad. Nueva normalidad, porque lo que creíamos normal, quizás no vuelva a serlo. Quedamos desnudos frente al espejo de nuestra conciencia, y descubrimos que quizás, esas cosas que creíamos anhelar no eran tales, y que esas cosas que creímos indispensables, como el mejor celular, auto, traje o blusa, pueden poblar el famoso cementerio repleto de imprescindibles. Y quizás sentimos que todo aquello que creímos nos gustaba o no, ya no es tal. Nos cuestionamos todo, y muchas veces por demás e innecesariamente.

Vuelvo a utilizar la analogía del aire pesado, sin gravedad, y entiendo entonces que esta es una pausa, no un acabose, un momento de quietud en el que ciertos análisis no suman, en el cual menoscabar los cimientos de nuestras frágiles existencias humanas no son útiles, sino atentados contra nosotros mismos que solo dañan, lastiman. Comprendo que el ser humano inmerso en un sistema donde su valor se mide de acuerdo a su productividad no está acostumbrado al despojo, al silencio, a la quietud; en un mundo embarullado de presiones, responsabilidades, necesidades creadas por el consumo, el silencio, desnudez interna y la introspección a la que esto lleva, pueden ser alienantes.
Y para colmo, de un día para otro, los viajes, ese bálsamo a todo aquello que nos aqueja, se diluyen, se esfuman. Las proyecciones no hablan de una apertura de las fronteras argentinas para salir del país hasta no muy avanzado (o casi finalizado) el año. A la decepción de las truncas travesías, se le suman las llamadas para reembolsos, cancelaciones y reprogramaciones. Un estrés que abruma, acompañada de la desilusión lógica y la incertidumbre. ¿Reprogramo, cancelo y vuelvo a emitir? ¿Para cuándo podré planificar nuevamente ese viaje? ¿A cuánto estará el dólar y el euro? ¿Será posible hacerlo? ¿Se abrirán las fronteras? Son muchas las dudas y cuestionamientos que acompañan al viajero, a ese ser que no concibe vivir sin viajar.

Pero hay algo que particularmente me asusta más: qué ante el escrutinio de los otros, volar al exterior sea además de difícil y costoso, una actividad inmoral. No sólo acostumbrarnos a viajar con barbijos durante vuelos largos (¿quién se imagina subirse a un avión sin llevar uno puesto?), toma de temperatura corporal al embarcar y al aterrizar, sino que además, ese viaje a Europa, Asia, México o Brasil sea, ante los ojos de la sociedad, una actividad imprudente que pueda atentar contra la salud pública. Todo esto, sin contar cuántas aerolíneas, hoteles y establecimientos turísticos vayan lamentablemente a desaparecer durante esta pandemia.
Son muchas las dudas, incertidumbres y miedos, quizás demasiadas para procesar. Y tal vez lo más saludable sea no hacerlo. Porque alienados como estamos, nuestra cabeza probablemente lo haga desde la desesperación de una situación que irracionalmente sentimos no tiene salida. Es imperioso comprender que esto no es eterno, que en algún momento los aviones volverán a volar, que el cosquilleo en el estómago en el camino al aeropuerto volverá a sentirse, y que ese vuelo que hoy emitís efectivamente se va a concretar. Entender que nada se acabó, que nuestra existencia no enfrenta un obstáculo insuperable; y dejar de suponer, imaginar o desear que eso que te digo sea real, sino sentir convencidos que nuestra vida, está solo en pausa.
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